Alfonso Del Olmo. Con la tecnología de Blogger.

sábado, 3 de marzo de 2018

El Gran Golpe.

A pesar de que había hecho ese viaje muchas veces con el coche y siempre acababa perdido en el mismo lugar. Al final paraba a ver con el teléfono móvil la ruta para seguir. Por aquellas carreteras ya no pasaban muchos coches, y se me hacía más fácil conducir, e iba más tranquilo. Finalmente llegué a aquel pueblo que siempre me dio escalofríos... tan raro y tan especial, tan diferente en todo...

Cuando llegué al piso, pequeño, limpio y confortable, estaban todos esperándome. El siniestro castillo de la colina parecía asomarse a observar por una de las ventanas que daban al exterior de aquellas cuatro grandes paredes... Ellos se alegraron mucho de verme, me recibieron como alguien importante y así me hicieron sentir. Yo me alegré también de verlos a ellos, sobre todo a mi hermano, que es a quien venía a visitar. Ellos tenían algo pensado para mí, un plan, una misión... algo más que una cómoda estancia en aquel "tranquilo" pueblo alejado de las grandes ciudades. Quizá ese fue el motivo para tal recibimiento. Yo aún no lo sabía y mi intención era la de disfrutar de los días libres que tenía descansar de mi oficio y de la gran ciudad, del ruido y de las grandes concentraciones de personas, estar tranquilo y relajarme.

Ya se habían ido, para volver al día siguiente, cuando la oscuridad empezó a invadir al pueblo para la llegada de la ruidosa lluvia que golpeaba con fuerza el tejado de las viejas casas del pueblo. Aquel tenebroso castillo daba aún más respeto entre la oscuridad natural de las nubes y sus lluvias, pero aún así no podía dejar de mirarlo. Parecía como si me hablara, y tenía una belleza singular y extraña que nunca llegaría a comprender. Era parte de aquel pueblo tan suyo.

Al día siguiente volvió el grupo, como se había acordado, para hacer una reunión secreta y aclarar los aspectos a preparar para el gran golpe, aquel gran golpe del que yo no sabía nada. Empezaron a hablar de cosas que no entendía, a pesar de que me dijeran que prestara atención. Mi misión era la de chófer, tenía que llevar a unos cuantos de ellos, y que la policía local del pueblo no nos pillara, sobre todo proteger unas barritas que transportábamos y de las que ignoraba su importancia y utilidad, pero que bajo ningún concepto podría ver nadie y menos un agente del orden y la ley. Yo debía pasar desapercibido, era alguien de fuera, una persona normal... no deberían sospechar de que formaba parte de una rebelión para sustituir del poder a los gobernantes que dominaban el pueblo desde hacía varios años.

Tras el primer viaje con el coche dejé al grupo en un descampado, y tenía que volver a por mi hermano y a por más barritas. Éstas eran muy finas y pequeñas, poco más grandes del tamaño de un bolígrafo y eran varías... quizá 10, no las conté. Iban en el maletero y mi hermano en el asiento del copiloto, cuando vemos que un policía nos para. Me pidió lo que se suele pedir, documentación y esas cosas además preguntarme de dónde era, qué hacía allí y donde trabajaba. Somos compañeros de profesión. Me llegué a poner incluso nervioso, "tranquilo, que no pasa nada", pensaba... "Todo correcto" nos dijo, y seguimos el trayecto.

Cuando nos reunimos otra vez con el grupo empezaron a sacar las barritas. Yo miraba para otro lado, intentaba estar ajeno a sus planes, a lo que estaban haciendo, ignorando cualquier cosa que no sea lo que yo tenga que hacer. No quería saber nada de las barritas, ni de su funcionamiento ni lo que estaban haciendo con ellas en ese momento. Miraba los alrededores, las vistas, las montañas... la carretera por donde había venido, y el castillo tenebroso que vigilaba al pueblo.

De repente se escucharon las sirenas de policía y un coche entrando por el descampado. Hubo un cambio de planes, ahora lo que tocaba era desaparecer rápidamente dispersándose. Yo me quedé con las barritas las cuales escondí rápidamente en el coche, en un sitio secreto del coche, difícil de encontrar y salí corriendo. Era el último, los demás ya habían desaparecido, y los policías me empezaron a perseguir a mi. Me metí por las calles más antiguas del pueblo, estrechas y con muchas cuestas. Llegué a una calle, el límite, donde un barranco separaba al pueblo del inmenso bosque que se encontraba muchos metros por debajo de la calle . Las vistas una vez perdidos a los policías eran preciosas; el mar de bosque que se perdía en el horizonte, el río que lo atravesaba y el majestuoso castillo, en un lado.

Fui al piso pequeño, limpio y confortable, la base secreta de los rebeldes. Estaba todo el grupo, no habían pillado a ninguno, pero estaban tristes y desconsolados, con la cabeza baja... el plan había fracasado. No sabían aún que había escondido las barritas que habían preparado en el descampado para su funcionalidad en gran golpe. Con ellas podían poner fin, de alguna manera, a la mafia que gobernaba con sus propias leyes en aquel lugar y a la corrupción de entidades públicas como la policía local. En ese momento supe la importancia de la humilde labor que yo había completado.

Los policías corruptos fueron sustituidos por otros. Los mafiosos fueron echados, no volverían jamás, y el poder del pueblo pasó a formar parte del grupo rebelde que deseaban lo mejor para la comunidad donde habían crecido. A pesar de que yo no era el líder de la rebelión, y tampoco había hecho gran cosa, el pueblo pidió que fuera yo el alcalde que los dirigiría por una época de paz y prosperidad. Rechacé el puesto, ya que sólo debía ser para mi hermano, quién lo preparó todo. Además, mis días libres se estaban acabando y estaba llegando la hora de marchar. Mi ciudad me necesitaba. Volvería de vez en cuando, ya sin perderme por la carretera. El piso que había sido la base secreta rebelde me lo quedé yo. Lo decoré a mi manera, y me sentía en casa en aquel lugar. El castillo que antes parecía hablar entre la oscuridad, ahora parecía sonreír al Sol.




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